Aunque a simple vista puedan parecer iguales, hay un mundo de diferencia entre un queso elaborado con leche cruda y otro hecho con leche pasteurizada. Esa diferencia no se nota solo en el sabor o en la textura, también se refleja en su composición, en los beneficios que puede aportar y en el modo en el que cada uno interactúa con nuestro cuerpo. Y es que la leche cruda, a pesar de su fama controvertida, ha ganado un peso importante dentro del consumo consciente, especialmente entre quienes buscan productos menos intervenidos, más vivos y con procesos más naturales.
Qué significa realmente que un queso sea de leche cruda.
La leche cruda es aquella que no ha sido sometida a ningún proceso térmico para eliminar bacterias, es decir, no se ha pasteurizado. Se utiliza tal cual sale del animal, en este caso, de la cabra u oveja, directamente en el proceso de elaboración del queso. Eso sí, no se trata de una leche sin control sanitario, como a veces se piensa. Las queserías que trabajan con leche cruda deben cumplir una serie de exigencias muy estrictas que garantizan que esa leche es apta y segura para el consumo.
A diferencia de los quesos industriales que casi siempre parten de leche pasteurizada, los de leche cruda conservan todas las bacterias y enzimas originales. Esto es algo que influye directamente en la flora microbiana del queso y que, con el paso de los días y semanas de curación, crea perfiles organolépticos muchísimo más complejos. Pero más allá del gusto, que puede ser muy subjetivo, la gran pregunta es: ¿Qué efectos tiene esto en nuestra salud?
Cuando el queso se convierte en algo más que un simple alimento.
Una de las diferencias más interesantes entre ambos tipos de queso está en las bacterias que contienen. Cuando hablamos de leche cruda, hablamos de un producto que, si se ha manipulado bien, está repleto de microorganismos beneficiosos. Algunos de estos fermentos naturales permanecen activos tras el proceso de maduración, y eso significa que cuando comes un trozo de queso curado de leche cruda, puedes estar introduciendo bacterias que tienen un efecto positivo sobre tu flora intestinal.
Esto se asemeja, en parte, a lo que ocurre con los yogures vivos o el kéfir, aunque en los quesos curados, debido al largo tiempo de afinado y al bajo contenido de agua, la actividad de estos fermentos es más limitada, pero no nula. Estas bacterias lácticas colaboran en la digestión, ayudan a mantener un equilibrio saludable en el intestino y participan, de forma indirecta, en el funcionamiento correcto del sistema inmunitario.
En cambio, en un queso elaborado con leche pasteurizada, ese mundo microbiano se borra desde el minuto uno. La pasteurización consiste en calentar la leche a unos 72 °C durante unos 15 segundos, lo que mata tanto las bacterias patógenas como las beneficiosas. A partir de ahí, se le suelen añadir fermentos seleccionados de laboratorio para arrancar el proceso, lo cual da como resultado un queso más estable, pero también menos diverso desde el punto de vista microbiológico.
Lo que se pierde al calentar la leche en la pasteurización.
Además de las bacterias, la leche contiene una serie de compuestos bioactivos que también se ven alterados con la pasteurización. Hablamos, por ejemplo, de ciertas vitaminas hidrosolubles, como la B2 (riboflavina), la B12 y la C, aunque esta última ya se encuentra en niveles bajos en la leche de forma natural. Pero lo más relevante en este punto no son las vitaminas, sino las enzimas.
En la leche cruda hay enzimas como la lactoperoxidasa, la fosfatasa alcalina o la lipasa, que no solo participan en la digestión de grasas o en la absorción de minerales, sino que también influyen en el proceso de curación del queso, aportando sabores más intensos y complejos. Cuando se pasteuriza la leche, la mayoría de estas enzimas se desnaturaliza, lo que puede reducir el valor nutricional del producto y modificar el resultado final a nivel sensorial.
Es verdad que un queso curado sigue siendo una fuente excelente de calcio, fósforo, proteínas y grasa saludable, tanto si está hecho con leche cruda como si no. Pero en el caso del queso crudo, esas propiedades están más vivas, más completas y, para algunas personas, más interesantes desde un punto de vista nutricional.
Productos esterilizados frente a sistemas inmunitarios activos.
Un argumento que suele surgir en este tipo de comparativas es el de la seguridad alimentaria. Es cierto que la leche cruda, si no se manipula correctamente, puede ser un vehículo para ciertas bacterias peligrosas, como Listeria monocytogenes o E. coli. Sin embargo, hay algo importante que no siempre se dice: los quesos de leche cruda curados durante más de 60 días son mucho más seguros de lo que se cree.
Durante el proceso de curación, el ambiente hostil (poca humedad, alta salinidad y acidez creciente) reduce drásticamente la presencia de bacterias patógenas. Además, los microorganismos propios de la leche cruda compiten con los patógenos, limitando su desarrollo. En algunos estudios incluso se ha observado que los quesos de leche cruda presentan una microbiota tan diversa que bloquea el crecimiento de bacterias dañinas con más eficacia que los quesos pasteurizados.
Esto no significa que cualquier queso crudo sea seguro. Significa que, si se elabora con leche de rebaños bien cuidados, con medidas higiénicas estrictas y un control microbiológico riguroso, puede serlo. Por eso es tan relevante saber de dónde viene el producto, cómo se ha hecho y qué certificaciones tiene. En este ámbito, desde Adiano explican que cuando un queso se elabora con leche de ovejas manchegas que pastan en libertad, sin piensos industriales y con bienestar animal certificado, no se trata de un simple detalle, ya que esto influye de forma directa en la pureza y calidad de la leche.
Cómo afectan las intolerancias y alergias al tipo de queso
Otro aspecto interesante, aunque menos comentado, es la tolerancia que algunas personas experimentan al consumir queso de leche cruda. Se ha observado que ciertos consumidores que presentan molestias con los productos lácteos industriales, especialmente aquellos que han sido muy procesados, toleran mejor los quesos crudos, sobre todo si están bien curados.
Esto se debe, en parte, a que la acción de las bacterias y enzimas durante la curación rompe parte de la lactosa (el azúcar presente en la leche), haciendo que estos quesos contengan niveles muy bajos de ella. Además, las proteínas de la leche, como la caseína, también se descomponen en péptidos más pequeños, lo que facilita la digestión. Algunas personas sensibles a la leche no presentan reacción alguna con estos quesos, lo cual indica que la forma de elaboración influye, y mucho, en cómo reacciona nuestro organismo.
Eso sí, en el caso de las alergias diagnosticadas (por ejemplo, a la proteína de la leche), ningún tipo de queso es recomendable sin supervisión médica. Pero si se trata de intolerancias leves o digestiones pesadas, merece la pena probar un queso de leche cruda curado durante varios meses y observar cómo sienta, siempre empezando por pequeñas cantidades.
Por qué la alimentación del animal cambia tanto la calidad del queso.
Lo que come una oveja o una cabra se traduce, literalmente, en lo que tú consumes cuando comes queso. Un animal alimentado a base de pastos naturales y hierbas frescas genera una leche mucho más rica en grasas saludables, como los ácidos omega‑3 o el CLA (ácido linoleico conjugado), que se han relacionado con beneficios antiinflamatorios y cardiovasculares.
En cambio, cuando los animales se alimentan de piensos industriales, se rompe ese equilibrio lipídico. La leche producida en ganaderías intensivas suele tener más omega‑6 y menos omega‑3, lo que, en exceso, puede desequilibrar la dieta humana. Por eso el origen del queso es tan importante: no es solo una cuestión de sabor, sino de composición real.
El queso de leche cruda permite que todos esos matices se conserven, ya que el calor no ha alterado el perfil graso de la leche. De hecho, en algunos análisis de laboratorio, los quesos elaborados con leche cruda de animales alimentados con pasto muestran valores más altos de antioxidantes naturales, como la vitamina E, y un perfil graso más equilibrado, lo cual podría explicar en parte por qué hay personas que perciben este tipo de quesos como más nutritivos o energéticos.
La influencia del tiempo de curación en el valor nutricional.
El queso es un alimento vivo. Y cuando se elabora con leche cruda, esa vitalidad se multiplica. A medida que el queso cura, cambia su textura o su intensidad aromática y también se transforman los nutrientes. La proteína se vuelve más digerible, los minerales se concentran, y los compuestos bioactivos se desarrollan a través de reacciones enzimáticas y microbianas.
En quesos curados durante varios meses, especialmente aquellos que se afinan en condiciones naturales (en cuevas, cámaras con humedad controlada o estanterías de madera), se produce una auténtica alquimia. El queso se convierte en una fuente potente de calcio biodisponible, de grasas de buena calidad y de aminoácidos esenciales. Y si ha partido de leche cruda, todo ese proceso ha empezado con una base mucho más rica y variada que la que ofrece una leche previamente pasteurizada.
Eso sí, para que todo esto funcione como debe, la curación debe haber sido larga. Un queso tierno de leche cruda no tiene el mismo nivel de transformación que uno curado durante seis, ocho o doce meses. Por eso, si te interesa el valor nutricional, conviene apostar por piezas curadas o semicuradas, donde ya se han producido las reacciones necesarias para que los nutrientes estén plenamente disponibles.